Friday, August 25, 2006

Carboneros

No homogéneas, moldeables como robusto,
fluido trigo, con cintura en el hombro,
no como el obeso, moldeable, acuchillable lino, bolsas trajeron,
desarticuladas, molinetes, fáciles de desproporcionada liviandad,
y unidad disfrazada, bolsa clown, como la de la papa,
pero en geológicos terrones no redondeados, aristosos,
indóciles, poliedros díscolos,
juego infantil a hombro incómodos cascotes fofos, fútiles,
mendrugos solares, vegetales piedras, aire de combustión,
carbón trajeron, mal avenido a la bolsa, soso, cerdo orejudo,
al hombro calmo de grandes hombres,
en carros fúnebres cargados como de peste y cremación, ligera,
su tesoro incendiario, carbón trajeron, los muy tiznados hombres
encapuchados de arpillera adusta, monacal y olientes
a caballo oscuro, a alrededor montuoso, a ácidos humos,
a jergón de solteros, a pelo chamuscado, a infierno y cojinillos;
y llenaron galpones cada año en igual hora y día,
y acopiaron estivas de ligero crujido, falso peso,
tamaño sin gravedad específica, aire quebrado y sol trozado
apagado y disperso en asfixia y ya venteado en polvillo de fino luto,
en pilas altas, leves, para todo el invierno, tiempo a arder, seguridad repleta,
negro pan, harina para llama, sopa, brasero, papas fritas, lluvia
cercando la casona, lago de calmo día, parejo sueño gris
surcado por flotante sulki,
más alto que el altivo tenor fiero del caballo hundido
y perseguido por laborioso, natatorio perro,
en minúsculo y veloz empeño distanciado.
Los iniciados carboneros llenaron el galpón de aleve parva y absorbente silencio
a veces sordo, húmedo, y seco, crocante, arisco ruido erizado, convocante y siempre
respiratorio olor avieso, del viejo, previo, cenizoso verde,
ya crepitante y casi muerto en la seca chamuscante.
Los sigilosos verdugos, embozados, iniciados,
oficiaban con calma y digna ceremonia el acarreo mesurado
cruzándose en pavana de condenados; y a la paga, formaban friso, un muro
adusto, de gigantes, tímidos; ni hostiles ni amables, ni habladores,
fueron cabales siempre, aceptaban la exigua caña, convite serio,
como foscos sacerdotes ardientes, celebrando quemados, nocturnos en el día.
Del infierno volvían con insondable sed, robusta;
regresaban de rojos hornos bajos, hondos, que acaso transitaban,
cuando sacrificial hecatombe perpetua perpetuaban, profusa,
quebradiza, o tierna rama, y feroces troncos
de muñones fieros, encendidos por dentro.
Los verdugos incruentos con sólo sabia, la jugosa tuna
el aguachento brazo del cactus y agua del sucio arrollo remojaban
estriados labios y gargareaban y escupían pulverizando de maldición la soledad bravía.
Y alguna noche de ardor sin cara y sin cintura era preciosa, escondida
mezquina fiesta, el taninoso vino
de morada borra y mordiente lengua,
indias muchachas en el sueño perseguidas, cazadas y vencidas
y pumas azules en praderas frescas,
agua amable, clara y senos blancos
para su tacto de corteza arbórea
craquelada, seca, sin inútiles capilares cosquillas rubias,
ni aura de fuerza en el belloso negro exceso en vano.
Su ronca voz ensimismada, de callantes, caldeados,
oblicua hablaba para el lado de nadie, pero no de lo que conocían;
la víbora imbricada en raíces, moradora, subterránea en cuevas intrincadas,
ni su rasero, multicolor disparo,
elástico salivado y beso frío escamoso en relámpago latigante.
Pocas veces cancelada muerte a punta de mellado cuchillo deformado al blanco,
y beso absorto, al letal pico de damajuana conyugal de solos.
Ni todo, nada, de lo que enana selva silbadora,
rugidora, muda, polvorienta, mojada,
quita, da, amedrenta, cumple o promete; tortuoso monte
oscuro gato montés, de múltiple mirada roja, gris o verde
agobiado del incoloro cielo.
Ni del recinto espeso hablaron,
erizado hormigueante, ni de las cúpulas pobres,
de sus ardientes exóticas chozas templos, rústica prolijidad,
cómicos túmulos de afilados troncos para troncos tramados,
ni sus pájaros amanecedores, los más ligeros, pura voz de lucero,
ni la insólita piedad en gotas claras del jilguero que hace primeros frescos
y la calandria absolutoria de casi el mediodía que da distancia
y aire nuevo, renueva, tilde en hora de horno,
a gotas de pozo suena en la lengua;
el mirlo inspirado lírico entre la sombra fría rodeada de halo de infierno,
mirlo, perla preciosa, mirlo en la lengua que se perla para nombrarlo;
y el barítono tordo de azulado fasto, grave flauta, lento en la última hora,
vespertina señal de tregua.
Una noticia sola, la duple voz del coro, la antífona, traía,
desde una orilla miserable, brevemente voraz,
en torpe hybris inútil rebasada, reiterada, antigua,
insistente agravio para nada.
Ira grande, inocua desbordaba a olvidos cada rítmicos años,
con obtusa, pertinaz, estólida insistencia bravía y flaca
de indio héroe, pronto agotado en furia rebasada
a seco olvido, a pausa de ginebra, caña, aguardiente,
dicen a ritmo y trago conjurados los solos, carboneros:

-Bravo se vino el Toba...
-No se hacía pie en el vado...
-Llegó a lo'jornos...

Pero apagar no podrá el antiguo padre la llama mercenaria,
ni saciar la ardida sed de la porosa milenaria arcilla
roja y verde y ocre y maldita, insaturable.
Pero ellos adornan mintiendo a un perdedor eterno.
Así rinden tributo al doloroso mito.
Vale la pena embellecer al moribundo, al espumoso,
al barroso, y delgado y exiguo y a veces poderoso pero efímero.
Ellos callan secos meses, para dar peso, espesor, bronca, bravura
a una fábula de amenazante frágil furia,
con indecisos, siempre absorbidos finales,
indolentes, fracasos, siglos, saturados, en la voraz arcilla insaturable.

César Mermet, 1967