Wednesday, July 20, 2005

Moda, confabulación, lenguaje

por César Mermet


Hace tiempo que la Ciudad, contra sí misma, confabula. Las razas más viejas, terrestres y forasteras en este nuevo ámbito, siguen la subversión rabiosa de otras, remotas y desarraigadas de la tierra y del tiempo ciudadano. Unas y otras comienzan a mostrarse bajo un coincidente aspecto nuevo, aparentemente humilde, despreocupado, antirretórico. Pero en verdad, de una insolente carga de protesta, insulto, rebelión, soberbia y artificio, difíciles de medir, pero no de comprender.

Como desafiando la equilibrada, la arremanada hibridez, la equitativa mezcla estabilidad en tenue calma de los mensurados residentes, y con su gradual complicidad, el discurso de la moda “informal”, cunde y fluye formulando efímeras formas, breves cláusulas de significación, sin embargo, definitivas y finales...

Los trenes y las calles centrales, los barrios elegantes, los comercios electos, las zonas residenciales, florecen con irresponsabilidad lúdica, voluntarias adhieren a la peste; se contagian con espontaneidad magnífica; con la generosa voluntad de muerte, que sólo ostentan los que tienen una herencia última por dilapidar.

Pulula un vestuario teatral, atuendos discordantes y herejes entre sí, pero que claramente alude a un común enemigo, a una ortodoxia que comuniza su odio: el orden , la convención codificada, el ceremonial y sus supuestos, sobreolvidados que yacen, todavía, en ciertas normas, en lo que fue un conjunto de formas del vivir ciudadano.

Además y detrás de la distracción de los colores desafiados, de la literaria añoranza por bosques y montañas –del otro lado del mar o del otro hemisferio- de pieles, de gamuzones, de fiereza refinada y antiurbana, es posible discernir un curioso estilo solidario y sobreentendido... Una finalidad certera, fija y constante, que desmiente el aire de improvisación, de jovial vacación, de puro happening.

Son prendas sutilmente inapropiadas. Juntas, cobran un tono de éxodo, de federación precaria, de encuentro bárbaro. Hay distancias, alusión a distancias: temporales, conceptuales y geográficas. Está el oriente. Está la historia. Están los cuellos rusos. Y la precisa alusión biográfica. Está la polera y el jabó. El Renacimiento, la mongolia. El Canadá, lo edénico y el “cuello de tortuga”. Está la rebelión casual, la indolencia oblicua, sobria. El reposado modo de disención aviesa. La retórica y su negación simétrica. La literatura y la grisura laboriosa y tristemente neutra y sin embargo reticente y gruñona.

Y hay un aire romántico, invasor, humanista de los últimos tiempos. Un estilo militar subrepticio de ejército irregular, de milicianos, maquís o conjurados, reclutados con disciplina en el inconformismo. Camperas impermeables –con o sin capucha de “anorack”- abrigos de campaña, cortes cortos y sueltos, para la acción; capotes merinos o náufragos, deportivos o críticos, de juego o de emergencia, verde oliva, azules, rojos, y en capitoné para flotar en el entusiasta apocalipsis. Grandes sweaters, el jubileo de las lanas, cuellos de boxeadores o campesinos de Francia, Bélgica, de mar o Pirineos. Inflados sacos sport –lana cardada- erizados en tweed, trama gigante, con el verde, marrón, azul, y rojos diurnos y estridentes, de señores agrarios escoceses, o ciudadanos londineneses de franquicia, o viaje; pero usados en una clave arisca de espías, marginales, perseguidos, viajeros con misión o con robusto encono.

Hay paletós enormes, levitones próceres, gabanes marineros, sueltos, gruesas, provocativamente abiertos, con los faldones locos al vuelo y al roce y al que lo toque... Cada vez más cuellos se levantan, premeditados, solitarios, pero para ser vistos; el cuello en piel o en franelones, o en “oso de nylon”, que, en todo caso, envuelve en soledad altiva la pelambrera de la nuca; acogen con edípica, egocéntrica envoltura rechazante a la comunidad fácil de los otros. Ellos se encuentran pronto, y constituyen la comunidad de los que niegan.

Sobre todo, la cremallera práctica y decidida hace al estilo; y charreteras, presillas y sobreespaldas, en impermeables de espíritu militar, según viejas fotos inglesas o alemanas; en el corte hechura –pespuntes, solapas, cinturones- para almirantes de submarinos, o mariscales de campo, o brigadieres del aire, de alguna de estas hermosas guerras infames.

Hay una diligente liquidación de las glorias distantes y cercanas. Se barajan memorias y con el pasado –como siempre- se alude a un firme sueño, a una esperanza, a un avenir que se invoca. Pero esta vez se trata de un terrible frente interno.

Frágiles mujeres, altas en lo alto del grácil pedestal de sus desmesuradas piernas, visten rugoso símil cuero, de alusiva poética, símil-aviador, y solitarias caminan y fuman, queriendo ser un Saint Exupery de a pie y perdido, por las injustas ciudades...

La rebelión es total. La movilización integral.
Los anteojos no se suavizan ni transparentan. Se declaran y enfatizan, doctos y hostiles, meritorios. Para avergonzar a los burgueses sanos. O para predicar a marginados mansos. Los bigotes crecen y caen rojizos, gruesos, mongólicos, hunos, arcaico-magyares, eslavos, o siglo XIX, o Nietzche “una’ltra volta”, y “d’apres Marx”. Las barbas se descuidan con prolijidad y variedad. O se cuidan como ribetes perversos, aristocráticos y decadentes. Buena pasta, como un duque resentido, para mecha. Buena imagen para la hagiografía. Hay afeitados de anteayer, con y sin pipa. Pero hay también un estilo iconográfico y prócer, que desemboca bigotes fieros, nacional-populares, en barbas oceánicas, míticas, boscosas, protectoras...

Alguien los piensa. Nadie diga que esto ocurre. Alguien los sueña. Alguien los viste a distancia. Estas son maquettes, pruebas pilotos. Notoriamente, este modo, esta plural disidencia, ha sido proyectada. Estas gentes, esta creciente pesadilla, es invención, lenguaje, señal, ceremonia, injuria y mensaje.



Es posible sentir una corriente inerte, volcada en cauces no escogidos. Y separar en ella, antes que ella, salpicándola y fermentándola, a quienes con verdadera propiedad original, valoran, modulan y se expresan, en esta especie de esperanto recurrente, que solamente fue acuñado para decir la rebelión, en toda su envolvente táctica de distracción múltiple y única.

Directores de cine, traductores, actores, publicitarios, dibujantes, redactores: los informados, los que a su vez son alusión y prestigioso entrecomillado de sistemas y estilos; los que con paladar, compasiva sutileza y diligencia literaria, viven como si vivieran; visten como si vistieran. Hacen lo que en algún lado –eso se nota- alguien lo está realmente haciendo, o lo hizo de verdad, originaria y sacralmente, en el comienzo y la raíz del mito. ¿O es que lo hacen para que su plástica y su mimodoctrina advengan, sean y reinen, en el progreso duradero...?

Pero a menudo, el lenguaje pleno de citas de estos devotos misioneros y avanzados, escapa al dogma, deriva a la dialéctica, suscita sectas y cismas. Se robustece bastante, pierde preciosos matices, que hacía de cada inflexión, construcción, o descubrimiento sintáctico, un lenguaje. El dialecto es próspero inexorable y feroz, como gramilla salvaje. Un dialecto garantiza los dialectos. La gramilla el alto yuyo...

Hay un pesado y grueso número que vive sumergiendo su cuello en su cuerpo y su cuerpo en caótica álgebra, y la multitud en las formas pensadas. Plurales búfalos de pujanza, corrientes ciegas de espantosa inocencia, acometedores de tren o de ómnibus, chorros de acróbatas, embalses rodadores por ventanillas, puertas, escaleras, manifestaciones, huelgas; agregados perfectos a la informe dinámica alveolar de las multitudes, esos aceptan, sufren, caen y cumplen y repiten, con obediencia fatal, los cuidadosos modelos; los encarnan sin ponerlos en cuestión, sin saborearlos; con fe total, completa y puramente a oscuras; con la más temible ceguera cultural. Pero son esos, esos, los innumerables, quienes pervierten cómicamente el mensaje esencial, la sustancia furiosa en la que son palabra, sílaba, letra inerte del discurso histórico. Ellos son el riesgo de los confabuladores. Ellos, la venidera némesis, la mecánica justicia, que barrerá con los temerarios taumaturgos. Porque no disienten, se singularizan. Porque no entienden, deforman. Y la deformación y la singularización, amenaza a los idiomas...



Algún diligente fabricantes de gabanes de Once –por ejemplo- lleno de moderna iniciativa personal, los hace floreados, folklóricos, populares, en nylon. Los hace para mujeres, sobre un agraviado modelo masculino, y con reconocible acento guerrillero. Lo adopta una colla de la inmigración interna o fronteriza. Lo adopta con deleite. Y su femeneidad arcaica, elemental, desvirtúa escandalosa, irreparablemente, la intención y el encargo.

Mujeres de endogrupos cultos y escépticos, esteticistas y poliadversos, alertas y orgánicos en su anarquía, de elegante y variable incivilidad, inventan o difunden estilos de muñecas, anacronismos de afiches de cine mudo; empeñosamente, trivializan el eros; planifican, al costado de viriles y fieros defensores de la dulcificación no agónica de los sexos, mitigar la oposición inmemorial del amor. Y exorcizan la herencia exhumando imágenes de la juventud de sus mayores, vistiéndolas y entrecorchándolas como menciones canónicas, como sabias salvedades. Pero una sirvienta riojana hereda o procura botitas de hule, se pinta pestañas geométricas, usa plásticos burlones con absoluta seriedad; vinchas “twenty”, con gravedad indianista, polvos de arroz satíricos, con fantasmal tristeza. Y pantalones Oxford y humorísticos conjuntos Charleston robustecen y acortan una sutil mención longilínea; y transporta collares y se rodea en serio, de un aura aeromática ingénua, sin tomar distancia “brechiana” con su representación. Muy lejos de saber que su perfume dulce, dulzón, Coty, fue elaborado por químicos asesorados por psicólogos, provistos por biólogos; quienes con proba minucia reprodujeron el llamamiento pueblerino al celo, el provinciano tono en que el amor propagaba en viejas provincias su reclamo.


Es dable todavía notar las escalas de los industriales. Los que elaboran para los que inauguran y los que reproducen para la avalancha seria de los que no saben lo que dicen. Tampoco lo saben claramente los que compran hechuras del primer fabricante. A menudo el dinero y la información, la poética industrial y la pícara proyección, se equivocan tanto, como los que apenas leen la vida en un solo, íntegro idioma; y aún en el unívoco sentido carnal y sin ideas, de un dialecto precario; que toma la vida apasionada, ferozmente, en su inmediatez y en su materia; impedido de oblicuidad, distancia o imaginación, un ruinoso argot segregan, los recién llegados a la confusa factoría.

De allí que la malicia, el humor histriónico y la frivolidad imaginativa, diferencien el modo descreído, impredicante, entusiasta y frío, con que los subversivos finales, adoptan los últimos vocabularios de estas modas; denunciándose entre sumandos multitudinarios, en el caudaloso cuerpo de la subversión nueva, inicial, anónima y sin individualidades; en cuya diferenciación se cumple, para espanto de sus profetas, la multiplicación de l idea, la ortodoxia ideológica cumplida con ignorancia torva; con la resignación obstinada y puritana con que tantos adoptan el mismo repertorio, pero en la más desabrida tristeza de la frase hecha.


Lo heterogéneo de las estéticas y mensajes en juego, no impide que el babélico caleidoscopio, el pentecostés inextricable, juguetonamente apocalíptico, se confedere, o delibere, pacte y coincida. Lo que hay en común es el complotado acuerdo, la premeditación de ciertos fines, la confabulación, de hermandad transitoria.

En espacios sociales de alta saturación doctrinaria, en sitios con carisma y máximo campo, cines de arte, galerías y trastiendas, café concert y cantinas, librerías, teatros y bares complementarios, amasan la destrucción, en vecindad comprensiva, la catolicidad disgregada y futurista, con neocristianos primitivos (pez al pecho). Y la pasión mesiánica de los democristianos que renuevan la caridad como techné eficaz y desarrollo, y los cristianos de la liquidación y su inspirada furia. Estas filiaciones conviven y cooperan en articulaciones incesantes, con hyppis de Carneby Street, con marcusianos, con devotos de la acción romántica, la agresión y la aventura urbana intensa y justiciera, practicada sobre modelos de la delincuencia superior, según la novela policial capitalista, en su último avatar anglosajón, de decadencia y tedio.

Renacen naturalistas tolstoianos y trotzkystas “a la page”, junto a quienes se aplican a desenredar o inventar las complicadas estructuras de la realidad. La adversión y la revolución, admite y pide infinitas gradaciones, progresiones transitivas, esfumaturas de cuidadosa levedad, desde el fermento al tiro. La red de disidentes, atraviesa, no envuelve, al cribado cuerpo que odian, fascinadamente.

Porque la ciudad cede. Está. Todas. La subversión, pues, se desubica, se siente desamparada. De vez en vez, el suicidio de algún notable (famoso secreto, cuantiosamente críptico, hurtado por millones de catecúmenos, a la impura prensa) pone en cuestión sus motivos. Y todos los motivos. Se discute entre el humo de las mujeres y la histeria aguda de los intelectuales de pelo y de carey. Se atribuyen el defector, desviacionismos, conflictos culpables, traumáticos prejuicios, desesperación, impaciencia, error teórico. Pero sólo conoce sus razones el que premedita erigirse en el próximo indagado póstumo.

Porque pierde sentido la Revolución. Por la traidora, por la desleal falta de consistente oposición de las Instituciones. La Revolución ya ha sucedido y no fue un incendio festivo en la colonia. La Revolución ha acontecido como el ladrón místico, llegando sigiloso por los fondos. Como la erosión disgregadora de la carie, de la estatua. ¿Contra qué luchar, huracanarse, cuándo el Otro nos traiciona traicionándose? Si el Otro se nos niega en la entrega, no hay amorosa guerra. No hay abrazo.

No hay posibilidad de catacumbas. Ni siquiera la posibilidad de Robinson urbano. Demasiadas huellas sobre el asfalto. “Ellos” juegan a su propia destrucción. Apuestan divertidos. Todo ha pasado sobre el bloque. Todo es pasado.

Antes fue la Cultura. Ahora La Comunicaciones. La citación, la informática, la circulación, el acopio, el expendio, el circuito expendidor de mensajes y fabricaciones de derivación cultural. Mas ni Marcuse ni Mc Luhan pueden ya alcanzar ni el asombro ni la consagración de sus teólogos. Merecen lapidación por arcaísmo. Todavía piensan. Todavía el prejuicio de la dialéctica. O el vicio del orden. O la impureza del silogismo.

Los más puros se matan. Y se matan por error. Creyendo en la enajenación satánica y en que el capitalismo absorbe castra y cancela la Revolución.

Pero otros herejes extremados piensan o sufren esto: que la Revolución es el “corpus” final, contra el que en verdad conspiran. Que la última solidez interesada, que la última estructura instaurada, estatuida, es la Revolución, sus dividendos, su fortuna y su miedo. Sostienen que la Ciudad ha sido conquistada no se sabe exactamente cuándo. Algunos investigan, para historiar el lapso sigiloso de la caída muda. Predican en pequeños círculos, que luchar contra la Revolución es mecanismo dialéctico. Determinismo alienante. No importa la excomunión. Lo que importa es que la posibilidad es demasiado simétrica y conduce al equilibrio de lo instituido. A saber: los nuevos estamentos en consolidación, de la revuelta consumada.

Ninguna posibilidad de pasarse a un enemigo inexistente. Ningún consuelo antiguo, como el de perpetrar una traición neta, ruidosa, clara. Puesto que el enemigo ha apelado a la metamorfosis. Puesto que los ajedrecistas de la historia no calcularon la gran ceremonia visible y final que patentizara la victoria. Ya que no hay capitalismo en paz consigo. Ni dictadura proletaria sin culpa en sus presidiums. Ni grandeza mayor, ni vileza especialmente miserable o atroz que quede libre.



Los ricos del mundo terminaron cuando Rilke fingió verlo, y acertó. La pobreza que Rilke embelleció, tiene televisor, casa de lata, vaso de plástico, balada a transistores, inmediaciones de Neón. Acceso a los triunfales arcos de mercurio insomne. La pobreza no es Job, ni sufre lepra. Ha devenido ilustre, mimada y halagada. Ha devenido soberana. Domina el porvenir. Turba los sueños. Mina el abrazo. Ya gobierna, dictando los actos y desvelos de sus gobernantes servidores.

En tales condiciones el suicidio es comprensible. La partida está jugada, en la mente de los mejores. Todo está computado. La historia sobra, superfluamente; con estruendo prosigue. Pero nada queda a Sísifo, Prometeo está cesante.

Mientras tanto, en inútil afán sinfónico, y como si sucediera, la Ciudad confabula. Es decir: repite en una magnetofónica corriente humana, consignas desvirtuadas. Se reconocen, acaso, semejanzas. Se identifican los orígenes. La inspiraciones. Procedencias materiales. Autorías estéticas, esencias ideológicas; genealogías, rumbos que vienen por el tiempo. Puede reconocerse a tal o cual fabricante; quien tiene un diseñador de joven e inquieto talento; el cual pone en costura y forma, las ideas de un su amigo chinoísta. Quien recibe bibliografía de una socióloga aristocrática y autodeclassé. Por quien conoce y trata a chicas y muchachos católicos de tendencia Lanza de Vasto, muy comprensivos. Los cuales aceptan y comparten el diálogo y el amor con unos hyppis hinduístas y con ciertos sufíes pro-árabes, e izquierdistas. Pero el industrial en quien toda esta ecuménica riqueza desemboca, es un europeo de apellido alemán distorsionado. O un alerta armenio muy al día. La generosa afluencia y tolerancia, en él concluyen. Si su lengua es armenia, odia al judío. A quien le vende. Si habla el idish, construye su Ilíada privada en episodios, con un yemenita infame e imprescindible, con quien puja y sin quien muere. De esta nueva y robusta nota final, el diseño resulta modificado, connotado de concesiones e innovaciones, absolutamente inéditas.

Con todo, su standard es superior – es fácil ubicar su hechuras por áreas de mercado- al del comercio de Cabildo y Once, o Parque Patricios. Y a la ropa de los supermercados. Quienes visten sin ninguna claridad subversiva, a riojanos, salteños, paraguayos, entrerrianos, jujeños y peruanos. Es claro. Siempre queda un anodino ex socialista, un apolítico irresponsable, que fabrica sin conciencia. Así es como el mensaje empalidece y hasta se vuelve en contra, con alegría indianista, involucionando al jubiloso mamarracho, en conformidad al tono Plaza Italia, satisfecho y antirrevolucionario...

Para algunos sobrevivientes, la ciudad entristece. Su rencor no es épico. La cultura de masas, la ideología, el mensaje y el masaje, la revolución y su propio Kistch, los últimos idiomas concordados y la inmortalidad de los dialectos, han excluido a la cultura. La tecnología ha abierto grandes puertas cromadas, a una fuerza de la que necesita alimentarse: la barbarie abisal. Por ellas entra la invasión intemporal, acultural, vieja y joven como la sangre, como el mar y como la tierra. Y es así como un grupo de progresistas jóvenes entrerrianos, canta carnavalitos y bagualas con caja y quena. Y así como poetas mendocinos o salteños enseñan al correntino la guarania, con estribillos articulados en mensaje. Es así como todo eso es editado, impreso, televisado, fotografiado, filmado y finalmente repetido en Curuzú Cuatiá. Gracias a los apasionados defensores de la nacionalidad y las comunicaciones, sostenidos por su tesón migrante.

El juego no es inocuo. Su riesgo no es fácil ni playo. En cualquier momento, la confabulación parirá cualquier cosa. Acaso, hasta el recomienzo eterno, sobre estas emergentes bases. En cuyo caso habrá terminado para un jamás relativo, la tolerancia matizada, el intrincado diálogo. La próspera confusión que los excluidos aman. Ya que en confusión disuelven el ya fluido cuerpo de los exhaustos residentes. De los que tuvieron antes el coraje intolerante de las culturas con destino.

Para entonces, los proletarios nuevos, los campesinos que abrevan de la tecníficación de las comunicaciones, se habrán establecido definitivamente. Y serán elegantes y excluyentes. Y por largo tiempo no habrá revoluciones.

Hay tardes de tedioso frío, de destemple melancólico, en que la mercancía es más patente que la carne. Más poderosa e inmediata que el cielo, el deseo, el río; un cataclismo sucede, lento, pero no menos cósmico y definitivo que una erupción volcánica, que un surgimiento subterráneo, que un cambio de régimen climático. En estos días atroces, uno piensa que la fealdad es generosa y mártir. Que acaso se instituye y a sí misma se sufre, magma inicial de la esperanza, para que el último resplandor de la extranjera belleza magnifique en la estridente sombra, en la ciega encandilante calle, su tenaz sentido: ser artificio y espuma del hombre y la ciudad; forma y modo con que las ciudades del hombre invocan y nombran, desde siempre, su invisible columna, su cúpula y su ágora, su temple necesario; la gratuidad jubilosa el exceso generoso, que sostiene los muros y los días. El estilo que alimenta y se hace carne, cotidiana grandeza, orden viviente. Hasta que las religiones bárbaras ganen de nuevo el favor de los macerados decadentes...


1969