Wednesday, July 20, 2005

Itiphalos

por César Mermet

Es un menhir arcaico que se yergue desde el rosa al morado, marcando la frontera central entre siempre y siempre, bestia miliar clamando porvenir.

Animal ciego de largo cuello que otea por sobre las edades, algo.

Pero algo ha adivinado ahora en ti, algo ha olfateado en ti, pide de ti, algo, y exige. Gime, se yergue, oscila, gira y gime mudo, de un luctuoso rojo oscuro, rugoso, antiguo, inmemorial, cimbrante y sin edad, en su gloriosa juventud de ídolo adusto.

Es una criatura trágica. De esta jirafa torpe, de este ictiosaurio que se pela como fruto gigante, puede surgir crimen o canto, siendo como un gran pez, carente de voz; estando como está, sumido en el silencio de los tiempos.

Henchido de su propia fuerza, de su direccionalidad armado, pletórico, obstinado, articulado, anillado, inventa y miente su mástil, su hueso, su espina central que no tiene. En el fondo, en el centro, es sólo sangre heroica, puro coraje armado; afronta con nada a la muerte, con nada más que sustancia varonil sagrada y pétrea, siendo como es un dulce y perezoso dedo para yacer curvo y blando, manso y lento, como el tilde gracioso en la ingle de la estatua; infantil, inofensivo, civilizado, fatigado y amable... ¡Pero de qué furia no es capaz, de qué hecatombe, de qué danzas, de qué socavamientos sangrientos, de qué lustrales fiestas, de qué enarbolamiento ritual, y torniquetes feroces, de qué crecimiento próspero, de qué henchimiento, de qué torre, de qué vara sombría!

¡Témele y ámalo, míralo y mídelo, siéntelo, adivínalo por dentro en tu doliente gozo, domestícalo, amánsalo o concítalo; acepta su convite, abre tus puertas! De este sordo clamor y de sus dos testigos incubados en la sombría y profunda tibieza solar de la sangre, surge toda palabra amable, toda bella idea nace, toda perfecta proporción se suscita, toda generosidad se origina, toda rectitud de carácter y todo estigma comienza. No es aciago ni fausto, ni feo ni bello. Anterior a valores. Es una serpiente trunca, una espita repleta, ahusada, un huso grueso, un guerrero más antiguo que la historia. No hipnotiza ni seduce sino por su desvalimiento y su poder, su economía y su derroche, por su franqueza y su enigma, por su entregado y terrible candor; por su presencia erecta que da un eje verdadero al tiempo; gana porque, primera desnudez, se da; penetra porque primero crece desde su ansia; el ansia lo sostiene; heraldo y flecha quieta del deseo, tiene la medida exacta del deseo y del merecimiento; y el deseo es desde siempre omnipotente, eterno, reciente y antes que toda fecha.

Por el ojo por el que mira eyacula un blanco escupitajo de siglos, a los siglos, a la entraña de siglos; a la húmeda oscuridad visceral de mil milenios hembras. Con su único ojo, polifemo ancestral, subterráneo, inmortal, se erige entre los muslos y espía en la noche, voltea burlado, solo, y su llanto, su ardiente escalofrío se extiende por todo el subsuelo del cuerpo, por la sangre corriente, por las raíces de la vida.

Algo hay en ti que peca contra el origen, desconociéndolo, no reverenciando a este abuelo jovial, este padre mozo, este amante antecesor. A algo ofendes volviéndote de espaldas al dios más antiguo. Al logos espermatikós... Teme. Teme mientras no acojas en tu entraña al cálido, ardiente, quemante tronco breve, duro y suave, no ofensivo sino amante, tan presto a rendirse ni bien silabeado su feroz mensaje espeso, tibio; tan dispuesto a caer en dulce, llorosa derrota, como un pájaro alelado, latiente, palpitante, manso; al fin cumplido.

1964